martes, 20 de mayo de 2014

UN FORTUITO ACCIDENTE (II)

Era Tomás, un compañero de instituto con el que, en el pasado, tanto había soñado y con el que nunca había logrado entablar una conversación. Siempre lo había evitado, procurando no acudir a los lugares que él y su pandilla frecuentaban, y en clase, se sentaba en el otro extremo para no cruzarse con él. Tomás era el chico más popular del instituto, con el que todas fantaseaban tener una aventura.
 Él la había reconocido, incluso antes que ella, después de tantos años. Se mostraba fascinado por la casualidad y gratamente sorprendido por el cambio que había experimentado.
        Estás guapísima, de verdad, el tiempo ha sido generoso contigo – la oteó de arriba abajo, fijándose muy especialmente, en lo bien que le sentaba aquel vestido corto con escote palabra de honor y de color azul celeste, a juego con los ojos.
        ¡Lo mismo digo de ti, vaya casualidad! – vaciló sofocada.
Estaba distinta a como él la recordaba en el instituto, con aquella ropa desgastada, floja y extravagante. Allí, las otras chicas se vestían de forma ostentosa, con aires de exhibicionismo, estrenando cada día un modelo y compitiendo unas con otras. Ella en cambio, procuraba no destacar y se esforzaba por pasar inadvertida, sintiéndose a menudo, fuera de lugar. Cada vez que recordaba aquellas prendas, sentía vergüenza y a la vez, agradecimiento a sus tíos, pues toda esa ropa, había sido heredada de sus primas mayores. Solamente por Navidad, sus padres se podían permitían el lujo de comprarles ropa nueva. Sus hermanas menores, no se percataban de la situación ni se fijaban en cómo vestían las compañeras de clase. Sin embargo, Alexia estaba convencida de que ningún chico repararía en ella, entre otras cosas, porque la ropa que vestía estaba pasada de moda y no era de su estilo.
Tomás, por el contrario, había sido el donjuán del instituto. ¡Era imposible pasar desapercibido con aquel cuerpazo! Sonrisa de revista, tez morena, ojos azules y pelo color negro azabache; eran parte de los reclamos con los que conquistaba a todas las chicas que se le acercaban. Pero además de contar con un físico apabullante, capaz de quitar el aliento a cualquiera, era inteligente. Tenía la cabeza bien amueblada y sabía cuáles eran sus metas, independientemente de que también le gustase pasarlo bien.
Ya no había atisbos de aquella Alexia del pasado, la belleza  natural que poseía desde niña, se había multiplicado con creces. Físicamente, era una chica muy agraciada. Metro setenta y dos de altura, ojos color azul eléctrico, pelo castaño ceniza, piel dorada, medidas de impacto y labios carnosos. Habitualmente y por motivos de trabajo, su vestuario consistía en formales trajes oscuros, de falda o pantalón, pero a la vez, muy sugerentes y sexys, y zapatos o sandalias de tacón; algo que distaba mucho de cómo iba vestida esa tarde.
En cuanto a Tomás, a primera vista, no había cambiado demasiado. Seguía siendo el chico atractivo y seductor que recordaba de antaño.
Una vez recuperados del singular accidente y la sorpresa mayúscula, se sentaron bajo la sombra del alcornoque, recordando los viejos tiempos. Cada uno, contó lo que había hecho durante los quince años que habían pasado y lo que hacían en la actualidad.
Por un lado, Alexia había estudiado ingeniería energética en la universidad de Sevilla y Tomás, se había especializado en ciencias del deporte en la universidad de Granada. Actualmente, ella trabajaba como asesor energético en una reconocida firma y él, era docente en un colegio de secundaria y en su tiempo libre, entrenador deportivo.
Hablaron largo y tendido, Tomás se había mostrado muy interesado en todo lo relacionado con la carrera de ella, queriendo saber más y más. Ya no sentía dolor en las rodillas ni en las muñecas, y sí mucha satisfacción de haber tropezado casualmente con Alexia. Le gustaba como gesticulaba al hablar, sobre todo tratándose de su trabajo, su forma de cruzar las piernas, de sonreír y en especial, su mirada, cálida y sincera. Ya no era aquella chica escurridiza, miedosa y fría del instituto.
Empezaba a anochecer y el móvil de Tomás sonó en el bolsillo del short de running color verde aceituna que llevaba puesto. La conversación apenas duró un minuto.
        Era mi madre – se excusó – Me pasaría toda la noche hablando contigo pero debo irme – argumentó Tomás, a regañadientes.
        Y yo también. No me había dado cuenta de la hora que es, además, debo acabar el trabajo en casa.
        ¿Tienes algo con qué escribir por ahí?  – preguntó Tomás.
        Sí, aquí tienes – y le ofreció un bolígrafo y una hoja de papel.
        Perfecto. Éste es mi número de teléfono y mi correo electrónico ¿me das el tuyo?
        Espera que te lo escribo yo misma – y le cogió el bolígrafo de su mano, provocando en él una sensación de calor al sentir el roce de sus suaves dedos y el fresco aroma a un perfume embriagador.
        ¡Qué te parece si mañana quedamos para cenar! – más que una pregunta, era una exigencia –. Me gustaría continuar con la conversación, conozco un restaurante asiático en la otra punta de la ciudad en el que se come muy bien.
        Me parece estupendo. Este fin de semana no tenía pensado visitar a mis padres en el pueblo. Aprovecharé el puente de la semana próxima para viajar – contestó muy animada. Estaba cansada de pasar todos los días de descanso sola.
Se despidieron con dos besos y cada uno cogió un camino distinto.
Al llegar a casa, se dio una ducha rápida, se puso un pijama de verano, preparó una taza de té blanco y se fue directamente para el despacho a revisar nuevamente el discurso. Tenía que estar perfecto en todos los sentidos. Sería un momento muy importante para ella, pues se jugaba su prestigio y la posibilidad de ascender.

Antes de acostarse, llamó por teléfono a sus padres para saber cómo se encontraban y comentarles que ese fin de semana no iría a casa, que la esperaran al próximo. 

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